La Delegación III conmemora el Paso a la Inmortalidad del General José de San Martín recordando que el Padre de la Patria contó con muchos hombres bravíos, necesarios e indispensables para armar la Patria Grande. Así lo cuenta nuestra historia. Hoy las líneas de la misma historia, las continuamos nosotros. Respondamos al llamado de nuestro destino y seamos lo que hay que ser o seremos nada.

LOS 78 GRANADEROS QUE REGRESARON A BUENOS AIRES

         El 19 de febrero de 1826 los vecinos de la ciudad de Buenos Aires contemplaron con algo de asombro y un cierto toque de indiferencia a una caravana de carretas precedida por hombres de a caballo, que ingresaba a la ciudad de Buenos Aires. No era una tropa de rese-ros, no eran comerciantes o proveedores de la pulpería. Había en ellos, a pesar de las ropas gastadas y polvorientas, a pesar de las bar-bas crecidas y el visible deterioro físico de algunos, una gallardía, una dignidad íntima, una cierta altivez en la mirada que provocaba in-quietud y desconcierto. Pronto un rumor empezó a circular entre los vendedores ambulantes, los troperos de la plaza, las chinas que marchaban con los atados de ropa para lavar en la costa. Esos hombres de mirada hosca, mal entrazados, eran, nada más y nada menos, los granaderos de San Martín que regresaban a su ciudad luego de catorce años de ausencia.

         En efecto, mil hombres del flamante cuerpo de granaderos marcharon en su momento a Mendoza para incorporarse al Ejército de los Andes. Desde ese momento el regimiento estuvo en todas y no faltó a ninguna. Peleó en Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Bolivia. Ga-naron y perdieron batallas; no dieron ni pidieron cuartel. Mataron y murieron sin otra causa que la de la patria. De sus filas salieron generales, oficiales y soldados valientes.

         San Martín, tan ajeno a los elogios fáciles, dijo de ellos: “De lo que mis granaderos son capaces de hacer, sólo yo lo sé; habrá quien los iguale, quien los supere, no”. Don José sabía de lo que hablaba.

         La caravana llegó hasta la Plaza Mayor, los hombres ataron los fletes en los palenques y se protegieron de los rayos del sol bajo la som-bra de la Recova. Nadie salió a recibirlos; no hubo ni ceremonias oficiales ni privadas. Nadie los esperaba. Ellos tampoco se quejaron o levantaron la voz. Estaban acostumbrados a las ingratitudes.

           Repuestos del viaje, el “trompa” Miguel Chepoya hace sonar su trompeta -la misma que vibró en San Lorenzo- frente a la Pirámide de Mayo. Algunos vecinos miran con desconcierto y algo de temor. ¿A quién se le ocurre hacer sonar una corneta ridícula un lunes a la siesta? Es verdad, ¿a quién se le puede ocurrir semejante cosa en el Buenos Aires de 1826? Después, en rigurosa formación, marchan hacia el Parque de Retiro donde dejan sus arreos. Una semana después, la Gaceta Mercantil les dedica algunos renglones. Nada más. Tampoco ellos piden más. El único orgullo que se permiten estos hombres es ser soldados de San Martín y pertenecer al regimiento que para el Libertador era, como se decía entonces, la niña de sus ojos.

         La mayoría de ellos no conoce los entremeses de la política criolla. Les basta con saber que conocieron a San Martín y que fueron sus soldados. Motivos tenían para estar orgullosos. Su destino militar en los últimos años estuvo unido a las guerras de la independencia. No faltaron a ninguna cita. Combatieron en Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe; desfilaron orgullosos por las calles de Montevideo; estuvieron en San Lorenzo, Chacabuco, Maipú y Cancha Rayada. Después se lucieron en Río Bamba. Pichincha, Junín y Ayacucho. El balance es elocuente: ciento diez batallas en las costillas.

Rogelio Alaniz Crónicas de la historia: Una calurosa mañana de 1826.